Descargar el huracan lleva tu nombre pdf
Domingo en la noche. Tengo unos ahorros en el banco. Son las siete en punto, hora de los Simpson. Me tengo que ir.
Cuanto antes, mejor. Porque tienes un contrato y no lo puedes romper, te pueden enjuiciar. Me con- testa con amabilidad. No puedo quedarme callado. No puedo aco- bardarme. Ahora no me puedo callar. El tipo guarda silencio, medita su respuesta, mide sus intereses y sus conveniencias. Perfecto, de acuerdo —me apre- suro—. Nos vemos en Miami, me dice ali- viado, y yo, muy contento, pues siento que estoy recobrando mi liber- tad, nos vemos en Miami, y gracias por la confianza.
Tienes que irte, me dice, con una mirada llena de ternura. No voy a salir del departamento. Mis padres, a quienes he llamado por curiosi- dad, me han dicho lo mismo, que en buena hora el presidente ha tenido los pantalones de cerrar el Congreso y mandar a su casa a los legisla- dores. Mano dura es lo que nos hace tanta falta. Claro, mi madre adora la mano dura, por algo es militante del Opus Dei.
Vamos en silencio. Tengo miedo de que me detengan en los controles migratorios y me impidan viajar, pero no digo nada y ella tampoco.
Nos besamos lar- gamente. Te amo, le digo, y me voy llorando. Miro el perfil pobremente iluminado de la ciudad. Una vez instalado, no hago nada. El calor es agobiante, pero a todo se acostumbra uno.
Duermo mejor si me masturbo y termino a gritos, perturbando seguramente al vecino. Prefiero tocarme en mi cama, desintoxicado, lejos de las drogas, sin soportar el asedio de los viejos libidinosos con miradas de hienas y chacales.
Espero a que termine su turno a las once de la noche, lo subo en mi au- to y lo llevo de prisa, sin darle tiempo a que se arrepienta, a un hotel cercano, el National, en la avenida Collins. Yo me quito la ropa, me echo en la cama y lo espero. Entonces yo le digo bueno, se ve que no somos les- bianas, no hay mucho futuro entre nosotros, casi mejor si cada uno se toca y ya.
Cuando terminamos, ca- da uno se va a su casa y trato de olvidar tan desafortunado encuentro. Desde entonces nos hicimos amigos. Cuando vuelve del trabajo, no salimos. Yo no contesto sus llamadas aunque sufro oyendo su voz en el contes- tador. Tal vez por eso le pido que caminemos por la playa.
Siendo un peruano familiarizado con el caos y la inmundicia, quedo pasmado al ver tanto orden, tanta belleza. El departamento de Isabel es hermoso, lleno de detalles exquisitos y decorado con el mejor gusto. Todo en apa- riencia marcha bien, la ciudad me ha maravillado, paseamos por las tiendas de Georgetown Park, comemos galletas de chocolate en Mrs. No duermo bien. No estoy del todo presente cuando hago el amor con ella.
Tengo que forzarme para terminar. Es penoso que no pueda disfrutar de tanta belleza, ensimismado en mi propia amargura, en esta pesadumbre que intento esconderle pero que ella percibe de todos modos. Se hace un silencio pesado.
Me voy a Nueva York a pasar el fin de semana, digo. Ella permanece en silencio y me mira con una tristeza que la sobrepasa y le impide hablar. Le digo entonces no creo que vuelva, es mejor que me vaya, lo nuestro no puede ser, no tiene futuro. Camino a la puerta con mis maletas y entonces me vence la tristeza, me echo a llorar, me doy vuelta y la veo destrozada y no puedo hacer- lo, no puedo abandonarla, no puedo ser tan canalla para irme a tener sexo con Geoff y dejar tirada a esta chica linda, que se desvive por hacerme feliz.
La amo, a pe- sar de todo. Me rompe el alma verla llorar. Pero ella discrepa con ternura y me dice te apuesto que, si tratas, tu lado gay va a des- aparecer. Te apuesto que no vas a ser feliz nunca con un hombre, afirma, para mi sorpresa.
Le digo esto: Yo te amo, y soy feliz con- tigo sexualmente, pero necesito estar con un hombre. No del todo. Nunca: esa mujer era a menudo yo mismo. Un asco este lugar —le digo. Puede ser, di- go. Pero no eres gay. No du- des de eso. Eres un hombre, Gabriel. Llegando al departamento, hacemos el amor. Yo no soy un puto de discotecas, pero tampoco el hombre que ella cree. De nuevo estoy solo en Miami. Geoff no deja de llamarme con ce- lo de novio a la distancia.
Me gusta Geoff, no puedo evitarlo. Me odio por ser tan cobarde, tan poco hombre. Soy un re- medo de hombre, un esperpento. Es agosto y en Miami arde el mar. Geoff se ha retirado de mi vida y yo me resigno a su ausencia.
La espero en el aeropuerto y me alegro al verla, tan guapa y elegante como siempre. No le digo una pa- labra de mi desencuentro con Geoff. Nos aguardan dos semanas de sosiego bajo el sol impiadoso de Mia- mi, luego dejaremos este apartamento y nos iremos a Washington a es- tudiar y a escribir.
Cae la noche tropical y se instala una quietud desusada que parece presagiar el desastre mayor. Ahora se ha hecho de noche. Cuando ya estoy resignado a que caigan las paredes, perdamos la vida aplastados y me arrepienta para siempre de no haber escrito la novela ni amado a Geoff, los silbidos empiezan a de- clinar, el rugido del viento a amainarse y los golpes de los objetos que vuelan y se rompen a hacerse menos frecuentes.
Tratamos de dormir, pero no podemos. Tenemos hambre. No provoca hacer el amor porque el calor mata cualquier deseo de moverse o acercarse a otro cuerpo.
Estamos en la ciudad equivocada. No debemos volver a Lima, pero hay que irnos cuanto antes de Miami. Yo no puedo vivir en Miami —dice—.
Al menos, con aire acon- dicionado se puede sobrevivir. Podemos irnos cuando quieras, yo tengo las llaves del departamento que hemos alquilado en Washington, me anima ella. Tan pronto como Brickell quede abierta, nos vamos, digo. La calle sigue bloquea- da y no podemos escapar. Por las noticias que escuchamos en la radio, sabemos que el aero- puerto permanece cerrado, la ciudad ha colapsado y en los barrios po- bres la gente se pelea por bloques de hielo. No nos queda sino esperar.
Es mejor estar afuera, mirando la lu- na, tratando de olvidar esta pesadilla. Pero no era malo con nosotros. Yo no quiero ser un hippy. No quiero comerme los sapos de la piscina ni las lagartijas que corren por la alfombra del departamento. Quiero volver al mundo civilizado. Te amo, le digo, y no le doy un beso porque mi aliento apesta. Necesito darme una ducha.
Me convence sin mucho esfuerzo. Nos desviamos en West Palm Beach y nos registramos en un hotel modesto al borde de la autopista, en el que nos miran con cierta desconfianza, pues nuestro aspecto es de terror. Nos damos una ducha muy larga, la mejor de nuestras vidas, y luego nos tumbamos en la cama y caemos dormidos.
Por suerte, no me pide que hable con ella. De momento, parece resignada a que su hija quiera vivir conmigo. Cada cierto tiempo, examina obsesivamente el mapa que hemos comprado en una gasolinera para decirme el nombre del pueblo por el que estamos pasando.
Cuando le da hambre o quiere estirar las piernas, me ordena con dulzura que de- bemos detenernos en la siguiente gasolinera, y al llegar, busca los en- rollados de canela que le encantan. Estamos contentos. El hotel es bastante mejor que el de la noche anterior. Aun de noche, hace calor. No hacemos el amor porque me duele el sexo, pero amo a esta mujer y ella lo sabe. Ella duerme a mi lado.
No puedo evitar tocarla, besarla, despertarla, pero ella no se queja y se entrega al acto del amor. No lo podemos creer. Hemos llegado. Nos abrazamos. Te amo, le digo. Luego salimos a caminar. No trata con severidad a nadie y eso me gusta. No contesto a mi padre, escucho disgustado su voz ronca en la grabadora y me niego a respon- derle.
Te llama porque te quiere, es una manera de decirte que sabe que ha jodido las cosas contigo y quiere mejorarlas, dale una oportunidad, dice ella, conciliadora. Que no me joda, que me deje en paz, digo. Me irrito cuando leo todo eso. No estoy tomando drogas. No creo que vuelva a tomarlas. Ximena es un amor.
Como yo, detesta Lima y no piensa volver. No me siento del todo un hombre. Me doy pena. No quiero estu- diar nada, ni siquiera literatura. Esta vez, sin embargo, no doy mi bra- zo a torcer y me niego a seguir estudiando. Creyentes en el poder curativo del doc- tor Pun, hervimos las hierbas y un olor repugnante invade de inmediato el departamento y se impregna en nuestras ropas.
Obedezco sumiso. Yo pienso: todo bien siempre que no me inspecciones la pinga con tu lengua de viejo depravado, estudioso de mil pollas. Me pi- de que me baje los pantalones y yo obedezco. El doctor enguanta su mano, la unta de un lubrican- te y me advierte que va a introducir su dedo. Pero ella no quiere dormir, necesita saber la verdad. No, no, para nada —miento—. Mientes —dice secamente—.
Lo siento, digo, y guardo silencio. No quise despertarte, lo siento, digo. Yo no vacilo en contestar: No. No me toques. Yo no quiero gritar, rasgar la calma de la noche con recriminaciones mezqui- nas: No prefiero tocarme que hacer el amor contigo. Nada se compara a hacer el amor contigo. Tampoco es para tanto. No puedo evitar pensar en eso de vez en cuando.
Claro que te quiero —respondo—. Ahora estoy gritando y tengo miedo de que el vecino, un gordo que va a jugar al golf los fines de semana, se ente- re de mis debilidades y mis pecadillos. Luego tira la puerta del cuarto haciendo temblar estas viejas paredes. Me tiendo de espaldas en la cama y trato de recuperar la calma y respirar profundamente para dejar ir el enojo.
Me duele la cabeza. No puedo dormir. No puedo cambiar eso. No es para tanto. Pero entiendo que se moleste. El problema es que yo no puedo ser el hombre que ella quisiera. Me levanto abatido de la cama, abro la puerta y camino hasta la sala.
Me siento a su lado y la oigo sollozar. Ella no contesta, sigue llorando—. Entonces ella me sorprende: No puedo. No puedo estar contigo si me eres infiel, se lamenta. Ella dice, derrotada: Pero te masturbas pensando en hombres. Eso es serme infiel. Eso me destruye, me duele en el alma. No puedo. Me hace muy infeliz. En- tiendo que quieras tener un novio que te sea fiel. Es normal. No me- reces nada menos. Pero, siendo bisexual, creo que no puedo prometer- te eso, mi amor.
Ella solloza derrotada, escondiendo su rostro. No sigas, por favor, dice. Ven a la cama, te ruego que vengas a la ca- ma, insisto. No, no puedo —dice ella—.
Te vas a ir, me vas a dejar. Anda a dormir. Te amo mucho. Mi vida es todo, menos excitante. Virtualmente no salgo de casa. Si me da hambre, co- mo una manzana o una rebanada de pan integral. Por suerte, mi padre ha dejado de llamar. Isabel no ha vuelto a visitarme. Es una pena. Creo que sabe que no soy de fiar. Uno no tiene la culpa de sus erecciones, como tampoco de las cosas que escribe. Me duele escribir la novela. Me duele en los cojones. Me hace llorar. Odio a mis padres. La no- vela me sirve de terapia.
Las tardes pasan sosegadas, el silencio apenas quebrado por las risas y los gritos del recreo y, a veces, por el ruido que hace una pareja veci- na cuando se entrega al amor. Son un chico muy flaco y una chica baja y de pechos grandes. Viven en un departamento al fondo del pasillo. No me saludan cuando nos cruzamos. Creo que me desprecian porque no soy un blanco norteamericano como ellos.
Soy un hispano, tengo el pe- lo mal cortado, rara vez me afeito, los pantalones se me andan cayendo y mi camisa es una reliquia. Golpean con feroci- dad la pared de mi sala. Su cama debe de estar exactamente al otro la- do de la pared. Yo me caliento cuando la oigo. Me caliento no por ella, sino por el chico flaco, que es atractivo y por lo vis- to muy sexual, y que me recuerda un poco a Geoff.
De todos modos, cuando comienzan a gemir y a hacer crujir la cama, me acerco a la pared de la sala y me quedo parado hasta que terminan. Por suerte, ella sabe que escribo en las tardes y que aprecio la soledad, por eso no se apura en volver y, cuando termina sus clases, visita a su amiga An- drea, una argentina que la adora, y a su hermana Isabel, la ricachona de la familia.
Termino de escribir cuando oscurece, pasadas las seis. Por lo general, me duele la espalda. Me tiendo en el piso, hago abdomina- les, me alimento con cualquier cosa que saco de la nevera y espero las noticias de las seis y media. No quiero saber nada de eso. Luego me despido y sigo caminando sin saber adonde ir. Juan es un buen chico. Yo no veo esas revistas. Siempre cenamos en casa. No salimos porque es muy caro y nos gus- ta vivir con austeridad. Su mejor amiga es Andrea, la argentina. Yo no le cuento nada de mi novela porque no quiero alarmarla, y es obvio que ella prefiere no saber.
Mantiene una prudente distancia y no se mete en mi trabajo. No hay apuro. No quiero mudarme ahora que estoy escribiendo.
Ella se alegra al ver que no estoy impaciente por marcharme. Adoro a esta mujer de piel tan suave, que huele tan rico y me besa con un amor incondicional. Por ahora no quiero irme. Fines de noviembre. No quiero un coche de lujo, prefiero gastar cuidadosamente mi dinero mientras escribo la novela. Nunca se queja ni me pide que compre un auto.
Esta noche, sin embargo, voy a salir a correr solo. He terminado de escribir y necesito despejarme un poco. No, gracias —contesta—. Prefiero quedarme preparando la comida. Cuando se quema un foco, ella lo cambia.
Me gusta amansarla, someter a esta mu- jer chucara, dominarla cuando hacemos el amor. Yo la beso, acaricio su cuerpo de atleta, deslizo una pierna entre las suyas y me erizo con sus jadeos cuando la beso, la mordisqueo y la acaricio sin tregua. Me detengo. Mucho mejor, digo. Detesto usar condones y ella lo sabe, pero a veces resulta inevitable porque no puede tomar pastillas anticoncepti- vas, le caen mal. Me voy a correr. Esjoy escribiendo una novela, vivo en un barrio hermoso y acabo de amar con una intensidad inolvidable a la mujer de mi vida.
Recuerdo que debo ser prudente, replegarme, callar mis opinio- nes, celebrar las bromas aun si son malas y hacerme el idiota. De pronto la mesa ha enmudecido. Para provocarla, no mido mis palabras y digo: La verdad, me muero de ganas de acostarme con Isabel y me he tocado pensando en ella.
No contesto. No me manda saludos. No existo para ella. Estoy mal, descontrolado. Necesito una copa. Suena el timbre va- rias veces, luego contesta la voz somnolienta de un hombre. Salgo a caminar. Es medianoche. Necesito estar con un hombre. No conozco en todo Georgetown un lugar gay en el que pueda probar suerte. Recuerdo entonces que hay un festival de cine gay en la calle M, casi frente al Four Seasons.
Me echo en la banca derrotado y lloro por el chico que no aparece. Ahora estoy solo en el departamento y es un placer. Suelto una risotada que interrumpe la quietud de la tarde y provoca una bocanada de aire helado que puedo ver como si fuera humo. Entonces ella hace acopio de todo el co- raje que le queda esta tarde de Navidad y me dice con la voz llorosa y un tono de disculpa: Estoy embarazada.
Luego veo la biblia mutilada y pienso: Dios me ha castigado por limpiar mi esperma con su santa palabra. Soy gay y he dejado embara- zada a mi chica. Estoy jodido. Estoy en un vuelo entre Miami y Lima. Me quiero emborrachar. Quiero estar solo, sentirme libre, vivir austeramente como escritor y, si tengo suerte, enamorarme de un hombre.
Si quiero ser escritor, no puedo tener un hijo de este modo tan irrespon- sable con una mujer de la que no estoy enamorado. No puede obligarme a ser padre. Debo ser cuidadoso. Tiene que ser un accidente. Ya no tengo nada claro, no me queda otra certeza que la de rogarle que aborte. La azafata linda me lo trae y por fin se sienta conmigo. No parece incomodarse, seguimos conver- sando y ella toma un poco del champagne de mi copa y yo le digo eres linda, y ella se sonroja y le brillan los ojos almendrados y se acomoda el pelo negro azabache.
No quiero que se enteren de que estoy en esta ciudad. Toco la puerta. Nos besamos. Ella siente el aliento amargo del champagne en mi boca y me pregunta si he toma- do. Es una mujer hermosa, no merezco que me ame. Me acuesto a su lado, la beso, acaricio su pelo, ella se esconde en mi pecho.
Es una lo- cura —dice—. Yo la beso despacio, la miro a los ojos y digo: Si quieres tenerlo, vamos a tenerlo, cuenta conmigo absolutamente. Ella me abraza, se enrosca conmigo, llora en mi pecho. Te quiero tanto —susurra—. Eres un hombre bueno. Por eso te amo. Claro —dice ella—. Mucho mejor. Se hace un silencio mientras acaricio su pelo y ella me da besos en el pecho. Le doy un beso en la frente y digo: Muy bien, en- tonces nos vamos cuanto antes a Washington.
No puedo obligarla a abortar, me digo en silencio. Estoy jodido, pienso, besando su barriga. Estoy condenado a ser un hombre aunque no quiera. Amanece en Lima. Esta noche tampoco voy a dormir.
Es primero de enero. Yo estoy malhumorado porque he dormido poco. No me provoca salir a la calle. No tengo fuerzas para mentir ni dar explicaciones. Tampoco tengo coraje para decir que me fui porque soy gay, porque no me atrevo a ser gay y tampoco a escribir en esta ciudad.
Esa es la verdad, aunque duela. No debo ir a verlos. Hoy quiero sentirme muy gay. Es verano. Abajo las playas son hervideros de gentes que duermen la resaca al sol. Nadie contesta. Miro hacia arriba, pero nadie aparece. Vuelvo a to- car el timbre. Oigo la alarma que destraba la puerta y me per- mite entrar. No lleva nada de ropa, salvo unos calzoncillos negros, apretados.
Regreso a Georgetown antes de lo previsto. Llego extenuado pero contento al aeropuerto de Washington. Estoy molesto conmigo mismo. Tengo que editar esta secuencia de hechos desafortunados en la pe- nosa cinta de mi vida. En realidad, no quiero tener un novio peruano. Entretanto, a la espera de que ella vuelva de Lima, he regresado a mi rutina de escribir, dormir mucho y salir lo menos posible para evitar el ruido y la gente.
La gente me mira y piensa que soy un hombre bueno. Me alegro de tenerla de vuel- ta. Soy un idiota, pienso una cosa y digo otra distinta y contradicto- ria. Es lo que soy, una suma incontable de miserias y traiciones. Parece animada, contenta. Tienes que dejarte querer, no le tengas miedo al amor —me aconseja—. No estoy enamorado de ti. Ella ha escuchado las pa- labras prohibidas: Soy gay.
Soy gay y voy a publicar un libro gay y no me vas a obligar a tener un hijo, digo, con una violencia que me sorprende. Tampoco puedo obligarte a que te quedes con- migo. No seas malo conmigo. No puedo matar a un bebito que llevo en mi barriga. Me voy a dormir con Andrea, no me esperes, dice, y se pone de pie y se marcha presurosa.
Yo bebo su sopa de cebolla y me siento un tipo abyecto. Dile que, por favor, venga a dormir, insisto. Luego entra a la cocina, prepara cosas ricas que acaba de comprar y me llama a tomar lonche. Amo a esta mujer tan hacendosa, que no se cansa de idear maneras para hacerme feliz.
Comemos en silencio. Me imagino, digo. No quiero mencionar el tema prohibido. Parto un pedazo de guayaba y saboreo el dulce que se deshace en mi boca. Este embarazo es mi culpa. Te juro que lo siento en el alma por ti. Me quedo en silencio. No quiero lastimarla pero debo ser franco. Creo que lo mejor es ir juntos. Ella permanece callada, me mira con pena. No —digo—. No estoy seguro de nada, me da mucha pena, pero creo que es lo mejor. Soy un asco. Ella, que es tan buena, no lo advierte. Yo procuro no enfadarme.
Lo entiendo. No me dejes —me ruega—. Pero ahora no podemos, mi amor. Es una locura. Me echo a su lado, acaricio su pelo, la abrazo y hago que apoye su cabeza en mi pecho. Lloramos los dos.
Mereces un hombre que te ame sin miedo, que se muera de ganas de tener un hijo contigo. Yo soy un pobre diablo. No te jodas la vida teniendo un hijo con un perdedor como yo.
Para que tengas una vida mejor y para que ese pobre bebito no venga al mundo a sufrir. Despierto resfriado. La busco en el departamento pero no la encuentro. Viene sonriendo, muy abrigada, con un go- rro, una bufanda y guantes en las manos. Le doy un beso y siento sus mejillas y su nariz heladas. Me fui al mercado de pulgas, me dice.
Mucho —responde—. Ella me mira con una sonrisa: Hice una travesura. Es una sorpresita, di- ce ella, juguetona, y me toma de la mano y me lleva hacia la puerta. Salimos del edificio. Bajamos la escalera que lleva al estacio- namiento donde se ha instalado el mercadillo, frente al Colegio de Artes Fillmore y la academia de idiomas, entre la avenida Wisconsin y la calle No seas aguafiestas —dice, sin perder el buen humor—.
Tiro la puerta y me voy caminando de prisa por la calle Al llegar a la esquina de la 33 y Dent, compro el Washington Post en la tienda de la mujer turca y me siento a una mesa afuera. Suena el despertador, lo apago en segui- da y salto de la cama. Es temprano. Me siento en la cocina y to- mo desayuno: jugo de naranja, tostadas con queso cremoso, yogur ce- ro grasa y un pedazo de dulce de guayaba.
No soy feliz, no quiero quedar atado a ella para toda la vida, no pue- do ser padre cuando me siento tan gay, no al menos con una mujer que, sospecho, quiere hacerme padre para impedirme ser gay. Prefiero no pensarlo. Son las ocho —le digo—. Ella me mira con un aire de fragilidad que me conmueve. No puedo abortar. No seas malo. No me hagas escenas, por favor. Te espe- ro en la cocina. Soy una mierda, pienso. Estoy destruyendo a esta pobre mujer.
Me siento a su lado, le acaricio el pelo y la veo sollozar. No puedo le- vantarme —dice ella—. No puedo hacer esto. No puedo ir a que me lo arranquen a la fuerza. No puedo, di- ce, llorando. Elige: el bebito o yo. Dice seca- mente: Vamos. Miro el reloj, son las ocho y cuarto. Es temprano, estamos bien de tiempo. Caminamos hacia la avenida Wisconsin en busca de un taxi. La tomo del brazo pero ella rechaza mi mano. Nunca te voy a perdonar que me hayas hecho esto, dice, el rostro adusto, amarga la voz.
Me quedo en silencio, no quiero decir nada que pueda poner en peligro el aborto. No digas eso, claro que te quiero, respondo, y trato de to- marla del brazo pero me rechaza otra vez. No mientas —dice ella, y me dirige una mirada furiosa—. No me conviene discutir, pienso. Cuanto menos hablemos, mejor.
En cualquier momento, se arrepiente, me manda a la mierda y vuelve sobre sus pa- sos. Estiro el brazo, detengo un taxi y subo con cuidado para no gol- pearme la cabeza. Me quedo callado, mirando hacia la calle, ignorando sus que- jas. Toca —me dice—. El taxi se detiene y su conductor, un hombre negro, de cabeza rapada, nos informa que hemos llegado.
Caminamos mirando al suelo para evitar este viento helado. Son hombres y muje- res de mediana edad, con camisetas y pancartas en las que leo al pa- sar: Shame on you, Baby-killers! Lo siento. Me quito la gorra y los anteojos y procuro calmarla: No digas eso.
Dicen que el aborto es un crimen y luego van y le meten un balazo a un doctor que hace abortos. De pronto, aparece una doctora y la llama. Nos ponemos de pie. La miro a los ojos. No puedo decirle: Suerte. Simplemente le doy un beso en la frente y le digo: Te quiero.
Nunca lo voy a olvidar. Ella no me contesta. Hazme caso. No pienses y aborta. Abro los ojos. Va- mos, me dice. Salimos a la calle. Vamos callados en el taxi. Pobre de ti que me digas una cosa fea. Yo entiendo, guardo silencio.
Ella no contesta. No te voy a perdonar nunca que me hayas llevado a ese lugar, dice, y siento que me odia. Llegando al edificio, bajamos de prisa y entramos sin decir una palabra. Yo me dirijo al cuar- to, saco mis dos maletas y comienzo a empacar. Me voy. Luego vuelve a la sala, pone un disco de Rachmaninov que me eriza los nervios y espera a que me vaya.
Que seas muy feliz. Gracias por todo. No puedo escribir. La he abandonado en el peor momento, como un cobarde. Pero no puede obligarme a ser padre. No es un acto de amor: es una locura, una insensatez. Por eso debo ser fuerte, olvidar- me de ella, resistir y seguir escribiendo. Sin embargo, no puedo. No consigo escribir una palabra.
Esto es lo que no me deja escribir, dormir, respirar con calma: la certeza de que mi conducta es indigna, deshonrosa. Miro el reloj, son las cuatro de la madrugada. Salgo a la avenida Wisconsin. Camino a toda prisa por la calle N, rumbo a la 35, para luego girar a la derecha y em- prender el regreso a casa.
Eso espero. Ahora espero lo peor. Sigo las gotas de sangre en el pasillo hasta llegar al cuarto a oscuras. Prendo la luz, temeroso.
Me acerco a ella. Ha sangrado mucho. No me atrevo a tocarle el pecho. Puede estar muerta, desan- grada, y yo tengo la culpa de todo. Mierda, no puede ser, tiene que ser una pesadilla. Veo angustiado un frasco de pastillas para dormir en la mesa de no- che. Llega por fin la ambulancia perturbando el silencio de la noche.
Entran con ella a la sala de urgencias y me dicen que no puedo ingresar, que debo quedarme afuera. Me pongo de pie y espero lo peor. Gracias, doc- tor, le digo y lo abrazo. Se queda pasmado y no hace nada, no corresponde el abrazo pero tampoco me rechaza. Su familia no se ha enterado de su intento de suicidio y sus amigas tampoco. Todo va a estar bien, le digo. Gracias por volver —me dice—.
No way —digo—. Pago yo y punto final. Ella dice con timidez: Me encanta la idea, pero no quiero que te sientas obligado. Yo no quisiera seguir como turista. Ella aprueba con entusiasmo: Me encanta la idea. Ella me mira a los ojos y responde: Eso de- pende. Ella me sorprende: Depende del lugar al que quie- ras llevarme de luna de miel. Yo suelto una risotada que alborota a las palomas que se alejan volando.
Esta mujer es alucinante, pienso. Le va a dar un ataque de nervios. Se le va a caer el pelo. Te va a querer matar. Yo digo: Que se joda. Las huevas — digo—. Antes me pego un tiro.
Pero antes nos mudamos. Me bajo del columpio, me acerco a ella, que abre sus piernas y me atenaza en la espalda, y me inclino y la beso en la bo- ca. Pero estoy esperando mi anillo. Laurent, respondo, y ella suelta una car- cajada. No estoy durmiendo bien, me abruma la idea de ser padre y casarme con ella, pero trato de ser optimista.
Leo los avisos del Washington Post buscando un departamento en este barrio al que podamos mudarnos pronto para escapar de los malos recuerdos.
Me suena bien, digo. Contesta un hombre amable, que describe sin apuro el departamento. Parece contenta. Ahora caminamos por la calle 35 tomados de la mano. Esta postal de felicidad que veo en el parque es, a un tiempo, linda y aterradora.
Llegamos al edificio a la hora convenida. Es de apenas dos pisos, ro- sado opaco, y dice «Summit» en la fachada. Nos mudaremos del 83 al 38, en la misma calle. No te apures —digo, con una sonrisa—. Veamos el departamento a ver si nos gusta. Lo queremos, definitivamente, lo queremos, digo. Yo digo con mi mejor voz de hombre: So- mos novios, nos vamos a casar pronto. Sin pensarlo, digo que no, que prefiero caminar.
Yo digo: Va bien, gracias. Se hace un silencio. El auto avanza lentamente. Tu mujer es muy guapa, me sor- prende. Gracias —digo—. En el edificio nuevo van a estar me- jor, dice, sonriendo.
No, seguro, te llamo, digo. Bajo del auto y lo veo alejarse. Es un tipo raro, pienso. Pero me gus- ta, me cae bien. Cuando termino, me siento mal. No debo caer en estas tentaciones pe- ligrosas, pienso. Llegamos en menos de diez minutos. Porque no parece contento, dice, con una sonrisa amable. Estoy muy ilusionado, no se preocupe, miento, pero es cierto, la sola idea de casarme en pocas semanas, ante un juez de Washington, me llena de temor.
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